06 mayo 2010

Cuando me regalaron una caja de naranjas

En diciembre de 1989. Tenía 14 años recién cumplidos y estaba en un campamento de invierno con otros niños de mi escuela, en alguna estación de Los Carpatos. El paisaje era blanco y muy bonito, el programa nos tenía ocupados todo el día, con juegos, deporte, bailes y música y lo pasamos pipa nosotros, los niños, sin saber mucho de las preocupaciones de los adultos. Pero en la capital y en varias ciudades grandes empezaron las manifestaciones. Se acercaba la revolución. Yo era increíblemente ingenua para mi edad y lo sigo siendo hoy en día en muchos sentidos. Antes siempre echaba la culpa de ello a la falta de información que recibí de pequeña, cuando uno absorbe todo lo que oye y ve. Hoy creo más bien que es mi manera de ser, por que en mi clase misma había un montón de chicas que estaban muy al corriente de todo. Incluso, algún que otro chico, aunque se sabe que ellos espabilan un poco mas tarde. Que las cosas no estaban bien en el país, todos lo sabíamos de una manera u otra, claramente o inconscientemente, aunque nadie lo expresaba abiertamente. Era una manera de sentir, era algo más bien sutil que había nacido con cada uno de nosotros, los de mi generación, teniendo en cuenta que las cosas estaban mal en los 70 y empeoraron bastante en los 80. Pero yo personalmente, nunca me he preguntado por que las tiendas eran vacías. Y tampoco por que en las únicas dos horas diarias de programación TV, solo se le veía a Ceausescu y a su mujer. Tampoco por que se nos interrumpe la corriente eléctrica, de repente, exactamente cuando se oscurece y tenemos que hacer los deberes a la luz de las lámparas de gas o a la de las velas. Así mismo, no me preguntaba por qué hay que escuchar con el volumen casi al mínimo alguna cadena de radio en especial, mientras que otras se pueden escuchar en alto. Y por que no decirlo a nadie, como tantas veces me repetían mis padres. Por ello, en más de una ocasión, comenté con mis amiguitos sobre la cadena de radio “Europa Libre” como si nada. "¡Nosotros también escuchamos!" era la respuesta que recibía siempre. Hemos tenido suerte que no nos han oído los que no debían, los profesores, vecinos, incluso compañeros mayores de escuela que colaboraban con la seguridad nacional. Podria haber continuado mi adolescencia en un orfanato.


Mis padres me llamaron varias veces durante mi estancia en aquel campamento, mientras aquel invierno de 1989 se volvia cada vez mas sangriento. Querían saber si estoy bien, pero se dieron cuenta que mejor no podría estar que en un pico de alta montaña, donde no me puede alcanzar ninguna bala. Sin embargo, los profesores tenían previsto un plan de excursiones, ciudades cercanas incluidas, pero nada mas llegar a Brasov - ciudad grande y capital de municipio - hemos tenido que subir en tren y dar la vuelta, asustados de la cantidad de gente reunida en la calle gritando “¡Abajo el asesino!”, “¡Abajo el tirano!” yo todavía preguntándome a quien se refieren. Al vernos, algunos nos intentaron convencer participar en su protesta, sin tener en cuenta que somos a penas unos niños. Yo les respondí que no soy de la ciudad, pero ellos me gritaron: " ¿Y que? ¿Eres rumana, no?" Los profesores nos apuraron cuanto antes hacia la estación de tren y este fue el único contacto que tuve con la revolución en si. Enseguida después, las cosas cambiaron en nuestro grupo. Los profesores dejaron de organizarnos excursiones y juegos, de ocuparse de nosotros como antes. Consiguieron un radio y se juntaban ya todos los días en una sala para escuchar, con nosotros, los niños, curioseando por ahí. Llegó el 22 de diciembre. Todavía no transmitían nada de importancia, solo había música clásica sin interrupciones, ni siquiera las típicas noticias de cada hora. De repente se hizo silencio. Después, una voz agitada ha irrumpido en nuestros oídos. "Hermanos, con la ayuda de Dios hemos conseguido entrar en los estudios de la Radiotelevisión Rumana." Todos nos hemos quedado de piedra. Los profesores tenían lágrimas en los ojos. Se respiraba un aire solemne que nosotros los mayorcitos de 14 años podíamos percibir parcialmente, mientras que los peques (habían niños de todas las edades empezando con los 8 años) aun si no lo entendían, guardaban el mismo silencio que los de mas, sin necesidad de acallarlos. Fue un momento que nunca olvidaré. No he estado en la calle, no he visto gente muriendo debajo de la lluvia de balas, ni siquiera algún herido leve, pero lo recuerdo como si fuera ayer. ¿Que mas da que hoy sabemos que todo fue una farsa, que nada fue y sigue sin serlo hoy tal como han soñado las decenas de héroes de la supuesta revolución? Desde entonces tenemos lo más importante que puede desear un hombre: LA LIBERTAD. De expresarse, de escuchar, de ver, de saber, de estar informado. De poner a parir a cada uno de los ministros y al presidente. A ellos poco les importa, mientras que, durante el ejercicio de sus funciones, pueden solucionarse la vida, la de sus familias, hasta la de sus parientes lejanos, si quieren. Que ahora las tiendas son llenas y la gente mira salivando las miles de estanterías con las tripas y los bolsillos vacíos, que muchos ahora no tienen luz durante meses por la imposibilidad de pagarla, todo esto hemos aprendido que sucede en el mundo capitalista. Que es algo normal. Este mundo no te garantiza un empleo fijo, un techo seguro, incluso un coche para cada familia, tal como era nuestro mundo en los tiempos de Ceausescu. Es un mundo en manos de los poderosos pero sostenido de los millones de pobres que se esfuerzan cada día de sus vidas para llegar al fin de mes. Sin embargo, la generación de mis padres, la mayoría, lloran el pasado, por que, por el tiempo que les queda, prefieren la seguridad a este mundo difícil, de continua lucha. Para ellos la libertad que los jóvenes tanto apreciamos, ya no tiene ningún sentido. En su niñez y primera juventud ellos han vivido la libertad, han tenido las tiendas llenas y dinero para comprar lo que les apetecía. En los 60 Rumania estaba todavía bien, a pesar de que era un país comunista y Ceausescu era el líder del Partido Comunista. Su política de independencia de toda influencia soviética, le ha hecho muy popular entre la gente, así que, cuando le han elegido presidente, no había manera de adivinar que les espera.

Esa noche nos hemos ido a la cama cenando por última vez té con pan. El día siguiente el menú mejoró de tal manera que parecía que ya ha llegado la Navidad antes de tiempo. Y después, los niños mayores nos hemos ido a nuestro rollo, a jugar. Hemos salido a la carretera general. Pasaban montones de camiones, más que nunca. Uno paró en frente mío. Un hombre oscuro, extranjero, que hablaba un idioma raro, bajó, se fue a la parte de atrás del camión y volvió con una caja de naranjas. Me lo dio sonriendo. No me lo podía creer. ¡¡Naranjas!! Mi padre conseguía traer alguna vez de Navidad, así que les sabía el gusto. Pero nosotros siempre fuimos una familia privilegiada, gracias al empleo de mi padre como administrador de una bodega de vinos. Sin embargo, había miles de niños que no las probaron nunca. Volvimos con la caja al campamento. Estábamos tan orgullosos como si de un trofeo se tratara. No había suficientes para todos, pero las hemos compartido, debajo de las miradas de felicidad en estado puro de nuestros profesores. Hoy puedo entender mejor lo que sentían. Recordaban sus vidas anteriores a la dictadura. Ellos sabían que existía otro tipo de vida también.

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